En inglés no hay lugar a dudas: la clave que introducimos para acreditar nuestra identidad en una web la denominamos password (palabra de paso), pero en castellano lo llamamos habitualmente contraseña. Sin embargo, el prefijo «contra» no tiene sentido si no existe algo que contraponerle: decir-contradecir, golpe-contragolpe, orden-contraorden, indicación-contraindicación…
La contraseña debería ser la contraposición a la seña ¿O no? Para contestar a esta pregunta debemos conocer un poco más sobre el origen de la palabra, y su interesante uso en la estrategia militar, que se ha conservado prácticamente inmutable durante siglos.
En el Diccionario, la expresión «santo y seña» está recogida como: «Nombre de santo que, con la seña, servía para reconocer fuerzas como amigas o enemigas», y también como sinónimo de «contraseña». Cuando el santo y seña cayó en desuso en el mundo militar, la necesidad de reconocernos unos a otros mediante máquinas terminó incorporando esa forma de identificación a nuestras vidas. Pero el paralelismo entre su uso ancestral y el actual es mucho más profundo de lo que parece, porque en el siglo XVIII ya le temían a esa forma de fraude que, salvando las distancias, hoy día conocemos como phishing… y ellos encontraron la manera de evitarla.
En el libro «Espíritu militar ó principios teóricos y prácticos del arte de la guerra», escrito en 1814 por un teniente coronel de caballería llamado Pedro Pablo Álvarez, se describe de esta manera (las siglas E.M. se refieren al Estado Mayor del ejército):
Al E.M. pertenece entregar á quién corresponda el santo y seña. Este es un medio que se da á las tropas que se hallan de servicio para reconocerse entre sí durante la noche. Debe mudarse todos los días y ser secreto, excepcion hecha de los generales, los oficiales de servicio y los sargentos que mandan guardias y patrullas.
El santo y seña debe componerse del nombre de un santo, el nombre de una ciudad ó villa, y la contraseña de un sustantivo que ni sea nombre de santo ni de pueblo. Acostúmbrase tambien expresar el santo, seña y contraseña con una misma letra inicial.
Quando se está muy próximo al enemigo, se teme sorpresa ó hay algun acontecimiento extraordinario, por el que se sospecha haber sido rebelado al enemigo, se muda durante la misma noche.
Este libro tiene más de doscientos años, pero existen referencias parecidas en prácticamente todos los compendios de ordenanzas militares desde al menos mediados del siglo XVIII. El uso de santo, seña y contraseña ha resultado tan eficiente que siguió funcionando en ejércitos de todo el mundo, al menos, hasta la segunda mitad del siglo XX. Hoy por hoy muchas personas que hicieron el servicio militar nos podrían contar cómo se han usado en los CIR de toda España (Centros de Instrucción de Reclutas).
Origen del santo y seña
El uso original del santo y seña se aplicaba los recintos fortificados o con interés estratégico militar, que además de ser protegidos por puestos de centinelas, eran vigilados por rondas que patrullaban alrededor del recinto, sobre todo durante las horas de la noche. Entonces surgía el problema de asegurar que los centinelas pudieran identificar de manera indudable a los soldados de la ronda frente a otras tropas o posibles impostores, y viceversa. Más adelante se aplicó santo y seña también a lugares que requerían especial protección, como los polvorines, almacenes de víveres, y también por supuesto a la residencia real.
El más alto mando de la plaza era quien debía determinar cuál sería el santo, seña y contraseña y transmitirlo a sus mandos inferiores (se resumía en el argot militar con la expresión «dar el santo»). En España, las ordenanzas militares durante más de un siglo establecían que sólo el propio Rey tenía la prerrogativa de dictar el santo a sus comandantes generales en el ámbito de las tropas bajo su control en cada época.
De entre las numerosas versiones que se publicaron a lo largo de la Historia de las llamadas Ordenanzas de S.M. para el régimen, disciplina, subordinación y servicio de sus ejércitos, nosotros vamos a detenernos en las publicadas en 1851 para ilustrar el curioso y hoy día muy divertido procedimiento con el que se difundía santo y seña:
Título VII, Art. 1. Formalidades para dar el Santo y orden, hacer y recibir las rondas y practicar el servicio de patrullas
A la noche, bien sea en su casa o en el principal, habiendo concurrido los Sargentos o Cabos de los puestos de la plaza, se formará un circulo de ellos por su órden, y el Sargento Mayor de ella dará en voz baja el Santo y seña al de su derecha, haciendo que corra, comunicándose de uno á otro hasta que le reciba el mismo Sargento Mayor y reconozca que no está equivocado; y cuidando de que le ponga por escrito, les instruirá de las órdenes particulares para la noche en la muralla. Los Ayudantes de cuerpos que tomasen la órden en casa del Gobernador, no comunicarán el Santo sino cuando el resto de la órden, que será luego que la hayan recibido, y reservarán el Santo para la guardia de su cuartel hasta cerradas las puertas de la plaza, dando todo lo demas de la orden desde luego que la hayan recibido para que se reparta en el Cuerpo.
El Santo no lo dará el Sargento Mayor á los puestos de la plaza hasta despues de cerradas las puertas, y que sus llaves esten ya en casa del Gobernador, distribuyendo solamente en casa de este las demas órdenes generales del dia.
Es decir: aunque los altos mandos sí tenían entre sus prerrogativas poner el santo y seña por escrito, para los grados intermedios esta información debía recibirse verbalmente. A esto a principios del XIX se le llamaba «tomar á boca»:
“Cuando en una plaza residieren varios Oficiales del Cuerpo de Ingenieros, con destino en ella , el que sea Comandante nombrará el de menos graduacion, para que haga las funciones de Ayudante, quien tomará el Santo á boca del Gobernador de la plaza para llevársele á su Gefe, y acudirá al parage y en el tiempo en que los demas Ayudantes reciban la órden que se diere para escribirla como ellos y comunicársela á su Comandante».
Ordenanza de Artillería de 22 de julio de 1802
El santo y seña preocupaba tanto a los mandos militares que su revelación al enemigo estaba penada con la muerte, y con castigos corporales si se revelaba a otras personas no autorizadas. Pertenecía a un tipo de faltas conocidas con el nombre de «infidencia». Según se expresa en el tomo IV de la obra «Juzgados Militares de España y Sus Indias» de Félix Colón de Larriátegui:
Este delito puede cometerse por medio de espías, ó teniendo correspondencia verbal ó por escrito con los enemigos, revelando el santo, seña, órden, ó de cualquier otro modo(…)
El que á los enemigos revelase el santo, seña ó contra seña ó la órden reservada que se le hubiere dado de palabra ó por escrito, será castigado de muerte, y corporalmente segun la entidad de perjuicio que pudiera seguirse el que la revelase a otra persona.
El antiphishing del siglo XVIII
Hoy día existe una conocida forma de fraude informático denominada phishing que posiblemente ya conozcas: se trata de engañar suplantando la identidad de una empresa o servicio en el que un incauto usuario confía. Es cada vez más difícil porque las formas de identificación se van haciendo más sofisticadas y redundantes, pero durante un tiempo hizo estragos.
Vamos a repasar el ejemplo más habitual de phishing: yo recibo un correo que parece venir de mi banco. El timador no sabe cuál es mi banco, pero para asegurarse de tener víctimas ha mandado miles de correos, y conmigo ha acertado. No me doy cuenta de la suplantación, hago click en el enlace que me ofrece y accedo a una web con un aspecto idéntico al de mi banco (plagiado intencionadamente) que en realidad es un servidor que controla el estafador. Sin sospechar nada, meto mi identificación y contraseña y luego otros datos que me pida: ya tiene todo lo que necesita para desplumarme.
Pero ahora supongamos que el banco pacta conmigo una palabra para identificarse ante mí que sólo conocemos él y yo (es lo que vamos a llamar «seña»). El procedimiento para identificarme sería:
- Yo accedo a la página web y meto mi identificación (mi DNI, correo electrónico, nombre de usuario). Es lo más parecido al «santo».
- El banco, como ya le he dicho quién soy, puede mostrarme la palabra de paso para mí (la «seña»). Así me confirma que no es un impostor.
- Habiendo comprobado yo que el banco es quien dice ser, entonces le doy la «contraseña». Así le confirmo yo que no soy un impostor.
Este era, ni más ni menos, el procedimiento usado desde tiempo ancestral y muy bien documentado a partir del siglo XVIII: un sistema anti-phishing. Vamos a dar un salto de vértigo: ahora no soy una sufrida víctima del fraude bancario, sino un sargento que dirige un cuerpo de guardia haciendo una ronda de vigilancia alrededor de un recinto amurallado, en mitad del siglo XVIII. Hemos terminado el servicio con un frío que pela y nos toca recogernos, pero es de noche y no se ve un pijo. En mi papel de sargento, me adelanto acercándome a la torre del centinela. Me grita: «¡Alto! ¿Quién vive? Santo». Tras darle mi santo le grito: «Seña». Si no puede darme la seña o no coincide con la que espero, puede que el enemigo haya atacado y suplantado al centinela. Llegados a este punto, haré gala de mi natural temperamento cagón y optaré por que salgamos echando leches en dirección contraria, poniéndonos a cubierto hasta saber qué pasa.
Como nos decía Pedro Pablo Álvarez en su libro en 1814, en situaciones de peligro o proximidad del enemigo era frecuente cambiar el santo y seña incluso durante la noche, por lo que puede haber ocurrido eso sin que aún nos hayan informado, y quizás nos toque estar más tiempo a la intemperie, pero lo más importante es que, al no haber recibido la seña correcta, no he revelado mi contraseña a un posible enemigo.
El conflicto de 1888
El episodio que te voy a contar ahora ocurrió en junio de 1888, bajo el gobierno de Sagasta. Se trata de un no muy conocido e inesperado conflicto político de alto nivel que nos aporta una idea de la importancia protocolaria del santo y seña. La regencia de España estaba en manos de Cristina de Habsburgo Lorena, madre de Alfonso XIII, durante la minoría de edad del futuro rey. Pertenecía a la familia real la Infanta Isabel de Borbón, a la sazón hija mayor de Isabel II, la reina que había sido forzada a abandonar España veinte años antes por la revolución de 1868.
El incidente queda bien resumido en la intervención del diputado José López Dominguez en la sesión del Congreso de los Diputados de 20 de junio de 1888, recogida en el Diario de Sesiones de las Cortes de 1887-88 (tomo IX). López Dominguez es crítico con la actuación del entonces ministro de guerra Manuel Cassola, y de hecho terminaría sustituyéndole años despúes, de 1892 a 1895, también bajo el gobierno de Sagasta.
En nombre de la reina, la infanta Isabel de Borbón, que se disponía a hacer un viaje al extranjero, indicó al general Martínez Campos, capitán general de Castilla la Nueva, que en su ausencia la prerrogativa de dar el santo y seña se delegaba en su hermana la Infanta Eulalia. El general consultó las ordenanzas y consideró que no existían competencias para ello. Decidió, entonces, que «no podía atender a estas altas indicaciones», y que «daría él por sí el santo» a sus mandos intermedios, enviando enseguida un correo electrónico (digo, un telegrama) al ministro de guerra para ponerle al corriente.
El ministro Cassola formó su opinión al respecto y convenció al Presidente del Consejo de Ministros para enviar otro correo electrónico (mecachis, otro telegrama) a Martínez Campos para que rectificara.
Este telegrama, causa inmediata de la dimisión del capitán general de Castilla la Nueva decía, poco más ó ménos, que consultados antecedentes, y atendiendo á los artículos de la ordenanza, el Ministro de la Guerra ordenaba al capitan general que tomara éste el santo de S.A. la Infanta Doña Eulalia, porque de no hacerlo así, podría parecer(…) que se despojaba de un derecho á dicha señora Infanta.
(…)Lo menos que pudo hacer en tal situación el capitán general de Castilla la Nueva, fué disponer que la órden ministerial se cumpliera desde luego; es decir, que el santo se pidiera á S.A. la Infanta Doña Eulalia, pero la molestia causada por la falta de consideración á su alta autoridad, le decidió á contestar al Ministro, poco más o menos, en los términos siguientes:
«Ordeno que se tome el santo; pero como yo creo que he interpretado bien y fielmente la Ordenanza (y citaba los artículos), ruego a V.E. presente a los pies de S.M. la dimisión de mi cargo. (…)Y en cuanto a despojar, yo no pretendo despojar á nadie, pero tampoco quiero que se me despoje á mi de aquello que a mi autoridad corresponde»
Intervención de López Domínguez en Las Cortes (20 junio 1888)
El asunto fue la comidilla de la prensa de la época porque el Presidente del Consejo de Ministros, lejos de aceptar la dimisión, en palabras de López Domínguez, acudió «á los recursos de siempre, á las cartas confidenciales, á los telegramas cifrados, á las satisfacciones más o menos sinceras y al compás de espera». Martínez Campos tenía razón: dar el santo no suponía ninguna preeminencia ni signo de distinción, sino únicamente un deber impuesto por las ordenanzas para asegurar el entendimiento en las tareas de vigilancia, y descansaba en el rey como mando máximo del ejército, atribución ésta que obviamente no se podía ceder de una persona de la familia real a otra.
Estamos, por tanto, ante un caso de miembros de la familia real excediéndose en sus actuaciones y políticos enredando innecesariamente (¿te suena?). La dimisión de Martínez Campos era una anécdota enmedio de un problema mucho más profundo: la urgente necesidad de reformas en las fuerzas armadas. Los liberales estaban intentando promover una Ley Constitutiva del Ejército, que seguía el entonces prestigioso modelo prusiano, pero chocaba con los altos mandos militares, reacios a estos cambios. Se debatió en el Congreso de los Diputados entre 1887 y 1888, pero finalmente se retiró y provocó la caída del ministro Cassola ese mismo mes de Junio.
Santo y seña en el siglo XX
No me resisto a citar un hilo de esta página, dedicada a soldados que prestaron servicios en su día en el Centro de Instrucción de Reclutas nº 14 con sede en Baleares, en el que el coronel retirado D. Víctor Pacís Espejo (que fue capitán del mismo) explica en febrero de 2015 aún mejor que las antiguas ordenanzas el uso de santo, seña y contraseña, según se daba en el propio CIR. En el ejemplo que D. Víctor pone por caso, nos pone en la situación del centinela que recibe la visita de un jefe militar para inspección:
Todo empezaba por el centinela que decía: «¡Alto! ¿quién va?…Santo». Te contestaba el jefe de día que iba a inspeccionar las guardias. Luego te preguntaba él: «Seña», y le contestabas. Y al final tú le preguntabas: «Contraseña», y si los tres coincidían, el centinela avisaba al oficial de guardia.
Eran tres nombres: el de un santo (es decir, un nombre propio), una seña (normalmente ciudad o pueblo) y una contraseña (que era de una cosa cualquiera). Ejemplo: «Manuel», «Murcia», «Mano». Más de una vez se le ponían los huevos de corbata a algún jefe si se olvidaba de esas palabras, pues el centinela no iba de cuentos con el arma en prevengan y cargada con munición con el seguro puesto. Conocí casos de el jefe darse la vuelta.
D. Victor Pacís Espejo
Gianluca Malatesta, agosto de 2021