Sin llegar a entrar en las complicaciones de la matemática moderna, es fácil pensar que los humanos sabemos contar desde que podemos llamarnos humanos (total, para eso tenemos diez deditos en las manos), pero no es así.
Y esta no ha sido una evolución homogénea de la humanidad, sino el resultado de la adaptación a las necesidades de una sociedad cada vez más compleja. Durante siglos y hasta la actualidad han sobrevivido culturas que, por su sencilla forma de vida, no han tenido ninguna necesidad de contar (o no más allá de lo imprescindible), por lo que no han desarrollado la habilidad de hacerlo con una mínima soltura.
El caso más extremo es el de la etnia mlabri, tribu del sudeste asiático que tiene un lenguaje desarrollado, pero ninguna palabra sirve para nombrar cantidades. Los mlabri (la última vez que se supo de ellos, según dicen, no eran más de 300 individuos) solo te dirán si algo es mucho (nakobe) o poco (nemeroy). No saben contar ni les importa, aunque eso les pueda acarrear algún disgusto en sus relaciones con las tribus vecinas.
Contar las cosas, igual que medir el tiempo, es un logro de la mente humana que ha costado miles de años. Hoy nos permitimos mirar de reojo los números romanos, que consideramos una forma anticuada, incómoda y poco práctica de representar cantidades, pero, amigos míos, el quid de la cuestión está en que todavía se conocen y utilizan, y ya servían para ordenar las cosas en el siglo VII antes de Cristo, mientras que de los sistemas de numeración usados en la actualidad no hay rastro más allá del siglo V después de Cristo.
La numeración romana no tiene, ni mucho menos, el honor de ser la primera existente (los antiguos egipcios y babilonios ya tenían un sistema de numeración funcional de tipo decimal un milenio antes). Ni siquiera es el primero basado en caracteres alfabéticos (esa idea también la habían tenido ya los griegos jónicos, que la difundieron por el Mediterráneo oriental); pero, a diferencia de ellos, la numeración romana ha pervivido con continuidad y con buena salud, transmitiéndose de generación en generación hasta nuestros días.
Mucho tiempo contando cosas
Los números son uno de los patrimonios de nuestra civilización que nos parecen más inmutables, porque en todo nuestro entorno existe un estándar de numeración indiscutible (los números arábigos) que supera la barrera de naciones e idiomas, pero en la práctica existieron y siguen existiendo multitud de sistemas alternativos.
La primera evidencia material de numeración procede de Babilonia y son unas tablillas de barro encontradas en Irak, en lo que fueron las ciudades de Susa y Uruk, que según los expertos datan del 2200 a.C. No obstante, por referencias históricas, cabe pensar que mil años antes los egipcios ya tenían un sistema decimal que se conoce como sistema hierático.
Los sistemas de numeración babilónicos tuvieron mucho tiempo para perfeccionarse y, en el siglo IV a.C., los babilonios ya habían llegado a intuir el concepto del cero, del que hablaremos más adelante, aunque no lo incorporaron a un sistema posicional como el que utilizamos en la actualidad.
Y no debemos olvidar las experiencias desarrolladas por las culturas precolombinas del otro lado del charco. Así, por ejemplo, la civilización maya desarrolló un sistema de numeración que, curiosamente, era vigesimal en lugar de decimal, como el nuestro. Para entendernos: mientras que tú puedes representar todas las cifras diferentes que usas con los dedos de las dos manos, los mayas necesitaban todos los dedos de las manos y de los pies.
Los llamaron números arábigos, pero son de origen indio
Los números normales que aprendimos en el colegio corresponden a la que llamamos «numeración arábiga», un sistema posicional decimal. Esto significa que nos arreglamos con cifras que van del 0 al 9 y utilizamos la posición para representar conjuntos de cantidades, de manera que cada posición más a la izquierda de una cifra multiplica el valor de ésta por 10. Es decir, de derecha a izquierda: unidades, decenas, centenas, unidades de millar, etc. Y no te impacientes, que ya hemos terminado con la pequeña sesión de Barrio Sésamo.
Fíjate que para poder representar así los números es necesario que entendamos qué significa el cero (en el número 10, el cero es el que le «da sentido» a la cifra 1 que tiene a su izquierda). Para nosotros es evidente, pero los romanos no conocían el cero porque no lo necesitaban: en números romanos la cantidad, como sabes, se obtiene por acumulación de letras del alfabeto que suman o restan según determinadas reglas, lo que es muchísimo más engorroso. Sin tener en cuenta la implicaciones de todo orden que tiene sobre la aritmética, sólo por el hecho de posibilitar una numeración posicional le tenemos que otorgar al cero una importancia crucial en la historia del pensamiento humano.
Las evidencias parece que apuntan a que esta forma de numerar que incorporaba el cero fue inventada en la India en el siglo VI. Obviamente, entonces no usaban exactamente la grafía actual, pero ya tenían las ideas claras sobre cómo representar las cantidades de la misma manera en la que hoy lo hacemos. Conseguir que el resto del mundo lo diera por bueno fue cuestión de siglos, pero quedan rastros que demuestran que el invento era conocido. Así, por ejemplo, tenemos en España un fascinante manuscrito anónimo llamado Chronicon Albeldense o Codex Vigilanus, redactado en latín en el siglo IX, que, entre otras cosas maravillosas, contiene la primera representación de números arábigos que se conserva en la civilización occidental. Así pues, la numeración ya era conocida antes de que fuera redescubierta a partir de la aritmética árabe, pero por entonces poco tenía que hacer frente a la todopoderosa numeración romana.
Todo cambió tres siglos más tarde. Toma nota: la palabra guarismo procede del nombre de un señor (Muhammad ibn Musa al-Khwarizmi, castellanizado como Al-Juarismi) que en el siglo IX publicó un tratado de álgebra en el que queda en evidencia que los árabes habían adoptado el sistema de numeración indio. En el siglo XII, un científico inglés llamado Abelardo de Bath tradujo al latín las tablas de Al-Khwarizmi junto con otras obras árabes que trataban temas de astronomía, lo que supuso su difusión por Europa y la adopción de la denominación de «números arábigos» para referirse a los glifos que representan estos números actualmente. A finales de ese mismo siglo, Leonardo de Pisa, considerado el mayor matemático de la Edad Media, escribió una obra llamada Liber Abaci, que consagraba definitivamente la numeración actual. Este tal Leonardo seguro que te sonará más por el nombre de Fibonacci, ya que su secuencia numérica se recuerda de manera recurrente. En realidad Fibonacci es sólo un mote heredado de su padre, al que llamaban el «bonachón» (Bonacci), y él terminó siendo el «filius Bonacci».
Reacios a los cambios
Resulta curioso y hasta divertido, cuando ya han sido cubiertos por la pátina del tiempo, los esfuerzos que se hicieron en un momento de la historia por evitar el inevitable progreso. Esto ocurrió con los números arábigos, y explica, entre otras cosas, que aparecieran otras formas de cifrado numérico como la numeración cisterciense, divertido asunto al que hemos dedicado otro artículo.
Aunque en el siglo XIII ya se había extendido el uso de la numeración arábiga, en 1299 el senado de Florencia prohibió su uso entre banqueros y comerciantes, obligando a utilizar en su lugar los números romanos. La Universidad de Padua también consideró nociva la nueva numeración. Gonzalo Menéndez Pidal nos cuenta que se obligaba a catalogar los libros «non per cifras sed per literas claras», y que un texto veneciano del siglo XIV lo justificaba en el hecho de que, con las cifras, se podían cometer fraudes fácilmente (transformando por ejemplo un cero en un 6 o un 9), en estos términos: «le qual’ figure antique solamente si fanno perque le non si possono cosi facilmente diffraudare como quelle dell’abaco moderno».
A pesar de estos reparos, la numeración arábiga recibió un definitivo impulso a partir del siglo XV, gracias a la invención de la imprenta de tipos móviles. Los editores necesitaban homogeneizar las numerosas formas de escribir y adoptar una tipografía concreta, y se decidieron por los números arábigos, más o menos con las formas con las que los conocemos hoy, lo que supuso, de facto, su difusión a lo largo y ancho del orbe. A pesar de ello, en determinados ámbitos continuó habiendo reticencias sobre su uso prácticamente hasta finales del siglo XVII.
Otras grafías, otros sistemas
Con la imprenta y el comercio como propulsores, pocos productos de la mente humana se han difundido tanto como los números arábigos. La civilización occidental ha mantenido vivos muchísimos idiomas, hablados por comunidades muy numerosas que garantizan su supervivencia; pero, aunque perviven hoy día diversas formas de numeración que mantienen vivas distintas culturas, sobre todo de Asia y África, sólo existe un sistema de numeración predominante e indiscutible, que ha sido el germen de todas las matemáticas que conocemos: los números arábigos.
Quedan para la historia aquellos otros sistemas de numeración ya extinguidos que le sirvieron de base y que, mucho tiempo antes, ya tenían la misma estructura y funcionalidad.
Nuestro visor de «hora oficial diletante» que encontrarás en esta página, y en el que reza el aviso «Cada cual mire la hora como más le deleite», permite jugar con algunos curiosos sistemas de numeración que hemos podido encajar en el formato clásico de fecha y hora, algunos extintos y otros todavía en uso, pero todos con una grafía verdaderamente singular e interesante. Te invitamos a probar.
Gianluca Malatesta, agosto de 2021