Bueno, sí. No podemos evitar sentirnos atraídos por lo desconocido, lo sorprendente, lo inimaginable, el velo que separa lo tangible de lo intangible. Sin sobresaltos, quizás conseguiremos traer un trocito del más allá un poco más acá.
Hace un siglo y medio no todo el mundo podía permitirse una buena fotografía de estudio. A veces, la muerte llegaba antes de haber tenido ocasión de posar ante el fotógrafo para dejar un recuerdo eterno a los allegados. ¿Podríamos usar la ciencia para recuperar el tiempo perdido? Sólo unos segundos manteniendo el cadáver con los ojos abiertos en las condiciones adecuadas permitirían entregar a la familia un imborrable recuerdo del ser querido.
Esta es la historia de la fascinante tecnología que se desarrolló discretamente en torno a la fotografía de estudio post-mortem en la segunda mitad del siglo XIX.
En la época que nos ocupa la tecnología apenas acababa de adentrarse en esa aventura fascinante que es capturar las imágenes de la vida, de la misma manera que unas décadas más tarde se comenzaría a desarrollar la industria de la grabación de los sonidos. Por entonces todavía la mayoría de retratistas al natural, los que trabajaban con pincel, sanguina o carboncillo, no eran considerados artistas, sino profesionales que cumplían un propósito, dedicados a captar la imagen del cliente, como haría un fotógrafo. La profesión, como tal, estaba destinada a ser reemplazada por la magia de la fotografía.